Al cumplirse este 19 de abril tres años del fallecimiento del Presidente Patricio Aylwin, informamos que, coincidiendo esta fecha con el Viernes Santo, solo se realizará una ceremonia privada en el Cementerio General. 

Como forma de recordar su legado, compartimos el documento “Patricio Aylwin. Testimonio”, que evidencia su profundo sentido cristiano y compromiso social (*)

 

Pertenezco a un hogar de clase media acomodada, pero el espectáculo de la pobreza, el drama de la gente que no se puede educar, los que no tienen los medios para alimentarse, los que no tienen trabajo, siempre me impactó desde muchacho, desde que era un niño.

Nuestros padres nos decían que éramos privilegiados, y que si queríamos ser cristianos, teníamos la deuda y el compromiso de servir a los pobres. De construir un mundo más justo, donde estos sufrimientos fueran superados.

Cuando fundé en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, lo que se llamó la Academia Jurídica, se me ocurrió tomar contacto con estudiantes de la Universidad Católica. Y empecé a tener una relación personal muy intensa con un grupo de jóvenes católicos del mundo estudiantil de derecho.

Eran jóvenes muy capacitados, discípulos de don Pancho Vives, el pro-rector de la Universidad Católica, sacerdote del clero regular. Conocí también a don Jorge Gómez, que era el rector del Instituto de Humanidades Luis Campino, y varios otros sacerdotes de gran liderazgo en el mundo juvenil. A través de ellos conocí a Jacques Maritain. También las lecturas de las encíclicas sociales me afianzaron mucho. Tuvieron una gran influencia en mi orientación.

Nunca me propuse llegar a ser senador o presidente la República. No entró en mis planes. Cada día tiene su propio afán. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura. Yo creo ciento por ciento en eso. Soy muy providencialista. Creo que Dios no lo deja a uno botado.

La pobreza me golpeaba. Decía: esto va contra la dignidad esencial de la persona humana. Esto va contra los mandatos del evangelio. Entonces, para mí, buscar primero el reino de Dios y su perfecta justicia y lo demás se os dará por añadidura es, dijéramos, la norma orientadora de mi existencia. Buscar el reino de Dios, claro, está allá arriba, pero su justicia, es el reino de Dios aquí. Tratar de construir una sociedad a la altura, que merezca llamarse reino de Dios, y que sea justa para todos.

Esto, en la década de los 60, para nosotros se plasmó en el auge del social cristianismo, y en la figura de Eduardo Frei y de la Revolución en Libertad. No era solo el partido, también el mundo jesuita y las revistas Mensaje, Política y Espíritu, el movimiento Economía y Humanismo, las encíclicas como Quadragesimo Anno, y otras posteriores, las prédicas del Padre Hurtado, de Carlos Hamilton, de don Pancho Vives, de don Manuel Larraín.

En esa época yo también formaba parte del Movimiento Familiar Cristiano, y siempre seguí muy amigo de don Pancho Vives, quien nos casó.

Fui abogado porque el derecho es el instrumento para hacer la justicia, y porque yo creía y tenía fe en que podía servir para ayudar a hacer justicia en el ámbito de las relaciones privadas de la gente. Pero yo tenía muy claro que más allá del problema de justicia conmutativa, de justicia do ut des, de la equivalencia de prestaciones, que el precio sea justo, que el salario sea justo, hay un problema de justicia social, que trasciende el ámbito de las relaciones privadas, y que exige una definición en el ámbito de la cosa pública.

Entonces terminé siendo político. Y como político fui parlamentario, y terminé donde terminé porque me tocó enfrentar la dictadura. No sé si habrá sido irresponsabilidad mía, pero nunca tuve miedo en lo personal a la dictadura. Yo creo que el ángel de la guarda me protegió mucho, o algo hubo que yo nunca fui tocado por la dictadura. Era presidente del partido en plena dictadura, y hacía declaraciones. Yo pensaba que no podía rehuir la responsabilidad de luchar por lo que yo creía: la defensa de la libertad de la justicia social.

Yo diría que la religión no es solo un tema de fe, de creer en Dios, y de observancia de los mandamientos. No se trata solo de las normas de conducta compatibles con esa creencia, y que respondan –si dijéramos- al mandato y al deseo de Dios.

Creo que el cristianismo tiene un mensaje de justicia y de amor que impone obligaciones más allá de la mera conducta privada, es decir, no basta decir yo quiero ser bueno, y entonces yo tengo que esmerarme en ser bueno, no faltar a los mandamientos, no cometer pecado, tratar de llegar a cierto grado de perfección.

Creo que el mandato cristiano es más allá de uno mismo. Entraña un compromiso social. Un compromiso con el resto de la humanidad, con una proyección un poco más a largo plazo que la de construir un techo para las familias sin techo. Yo creo que como cristianos tenemos que comprometernos a ayudar a construir una sociedad en que los valores cristianos imperen.

Que los seres humanos sean respetados en su dignidad esencial, cualquiera sean sus ideas y su condición social, y en consecuencia, mi mensaje sería entender que la fe, nuestra fe cristiana, nuestra lealtad con el mandato de Cristo, nos exige comprometernos no solo a ayudar a ciertos próximos cercanos, sino que a ayudar a construir un mundo más cristiano. Lo que significa cambiar de estructuras, lo que significa en cierto modo una especie de revolución. Eso es lo que nos proponía Jacques Maritain cuando nos hablaba del humanismo integral.

¿Esta sociedad de mercado imperante, responde en sus estructuras a los valores cristianos? Yo diría que no. ¿Cómo se puede modificar para que se haga vitalmente cristiana? El anhelo de construir un mundo mejor, para mí, creo que es inherente a todo ser humano, es construir un mundo que responda mejor a los valores cristianos. No un mundo beato. Puede que esa concordancia con los valores cristianos no signifique que todos vayan a misa y militen activamente en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, sino que el espíritu del Evangelio se haga carne en la convivencia colectiva.

Creo que el triunfo del sistema democrático como forma de organizar las sociedades políticas es un avance de la humanidad, y que está en concordancia con los valores cristianos. No digo que la democracia sea la receta cristiana en materia política, pero creo que la democracia es la forma de representación política más respetuosa de la dignidad de la persona humana, que es un valor fundamental en la enseñanza social cristiana.

Pero no basta con que haya democracia para que la sociedad sea humana y justa. Es necesario también que haya una economía que satisfaga equitativamente, o que le dé posibilidades equitativamente a todas las personas, cualquiera sea su condición social. Y yo creo que lo que está ocurriendo hoy día, es que tenemos democracia en lo político, y economía de mercado en lo económico.

Pienso que el mercado es muy eficiente para crear riqueza, pero no es justo para distribuirla, porque el mercado y la competencia favorecen la creatividad y ayudan a los más audaces, a los más creadores, a los más eficientes, pero a los que pierden en la competencia, los sacrifica. En el mercado, el que paga más, o el que tiene mejores condiciones para vender más barato, gana, y el que no es capaz de eso, simplemente pierde. Entonces, las economías y sociedades de mercado son muy desiguales.

Michel Camdessus, un economista católico que fue presidente del Fondo Monetario Internacional, es decir, una autoridad en materia económica, en una conferencia que dio en el Vaticano para tratar estos temas, dijo, y lo ha repetido en reiteradas ocasiones: ¡A la mano invisible del mercado, hay que agregarle la mano fuerte de la justicia del Estado, y la mano de la solidaridad! Yo creo en eso. El mercado es eficiente para crear riqueza, pero es injusto para distribuirla. Para asegurar cierta dosis de justicia, y en consecuencia, condiciones que faciliten una mayor igualdad, o eviten grandes desigualdades, es indispensable que el Estado, como órgano del bien común, regule ciertos aspectos de la vida social.

Los cristianos hemos sido llamados a amar a nuestros próximos, a amarnos los unos a los otros, y tenemos que aprender a practicar la solidaridad. Y un mundo en el cual el mercado funciona, dentro de un marco determinado por un Estado vigilante de la justicia, y de una sociedad movida por las solidaridad, se puede lograr una sociedad y un mundo mucho mejor al que estamos viviendo. Un mundo más justo, un mundo más humano. Quien lea las encíclicas y los documentos importantes de la Iglesia de nuestro tiempo, especialmente de Juan Pablo II, se va a encontrar con que estas son las ideas que nos orientan en el mensaje que él mismo Camdessus nos transmite.

Quiero insistir en un mensaje final: el mandato de Cristo nos exige comprometernos no solo a ayudar a ciertos próximos cercanos, sino que a cambiar de estructuras, lo que significa en cierto modo una especie de revolución. Ser cristiano significa generar cambios en las estructuras sociales que producen exclusión, pobreza e injusticia.

(*) El documento fue elaborado en base a la entrevista dada en el año 2003 por el ex Presidente de la República a Cristián Amaya Aninat, de la Pastoral Universitaria del Arzobispado de Santiago.