Durante el año 2017, el Congreso Nacional aprobó en forma unánime levantar un monumento en homenaje al ex Presidente Patricio Aylwin Azócar, y una comisión decidió emplazarlo en el sector nororiente de la Plaza de la Ciudadanía, en forma simétrica a la estatua del Presidente Arturo Alessandri Palma. Ha sido una muestra de nobleza de quienes lo aprobaron, dejando de lado antiguas diferencias partidarias. Se reunirán los recursos mediante donaciones y debiera ser construido a fines de 2018.

Se entiende que parlamentarios lo hicieron admirando su talante de gran político. Sin embargo, revisando documentación suya, objetivamente, me parece que una evaluación en retrospectiva sugiere un significado más profundo. Al contemplar el monumento, necesariamente, deberá evocarse toda su trama histórica, su actuación y contribución al país. Incluso, algunos o muchos visitantes podrán interesarse por conocer más detenidamente su personalidad y trayectoria, como ha ocurrido a generaciones con la de Alessandri, desde que se inauguró en 1958.

Ambos son personajes excepcionales, vivieron períodos conflictivos, de grandes divisiones, enfrentamientos e incertidumbre institucional, claro que Aylwin fue testigo y protagonista valiente de la crisis política más grande que Chile ha vivido y de su prolongado interregno republicano (1970-1989). Y ambos condujeron un movimiento de masas que permitió, cada uno a su tiempo, restablecer el orden democrático.

Desde los 27 años inició una carrera política que incrementó sostenidamente, hasta alcanzar la Primera Magistratura de la nación. En el intertanto fue presidente de la Falange Nacional, participó en la fundación de la Democracia Cristiana y ocupó su presidencia en ocho oportunidades, al tiempo que fue senador (1965-1973). Sus convicciones políticas y democráticas quedaron prolíficamente registradas en una diversidad de publicaciones y en muchas de ellas figuran asociadas y hasta fusionadas con sus creencias religiosas, como católico y humanista cristiano.

Inaugurando la primera convención de su partido, comenzó su discurso (1959) -«la liberación del hombre»- evocando la sencilla llegada de Jesús al mundo, como «hombre cuyo nombre no sonaba solemne ni feroz, pero generosamente ofrecido…», enfatizando que dicha frase «encierra todo el sentido de nuestra lucha», para concluir invocando a «nuestro Padre que está en los cielos, para que ilumine nuestras mentes», virtud teologal que partidariamente subsistió en él.

Expresó amor a la patria tempranamente, según consta en artículos sobre O’Higgins y Prat en la revista del colegio, y lo mantuvo incólume hasta el final. Su conocimiento de la historia de Chile y densidad cultural en general, desarrollada como abogado y académico, lo hicieron entender el sentido y trascendencia de la unidad nacional, máxime en momentos en que, entre «compatriotas», existía odiosidad, dolor y resentimiento.

No estuvo exento de una pasión dosificada. La exteriorizó porque creía un deber sostener sus convicciones, mas poseía el don de la mesura para actuar conforme a las circunstancias, tan necesaria cuando se dirige una institución o se gobierna, siendo reflexivo, evitando decisiones precipitadas que suelen provocar escenarios inciertos, críticos y hasta enfrentamientos, v. gr.: cómo hacer el máximo bien común dentro de las posibilidades existentes.

Cuando falleció, se distinguió la sencillez de vida, la entrega personal al servicio público, su inteligencia, consistencia interna y humildad, capaz de pedir perdón a título personal y del Estado, demostración natural de un actuar consecuente. Una personalidad de esta envergadura, honrada por el espectro político y la ciudadanía, es escasa entre nosotros y, cualesquiera sean las ideas políticas que tengamos, debe rememorarse, aunque sea por simple conciencia histórica, no solo como gran político, sino como estadista. Ya es patrimonio del Estado.

Por Álvaro Gongora. Columna aparecida en El Mercurio, Jueves 12 de julio de 2018.