«LA PAZ DE CHILE TIENE UN PRECIO»

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La voz del cardenal Raúl Silva Henríquez durante el gobierno de la
Unidad Popular

1971

Para muchos, ese año 1971 parecía de bonanza. El establecimiento de un estricto régimen de fijación y control de precios y de invariabilidad del tipo de cambio oficial, el programa para aumentar las disponibilidades de bienes y servicios, el alza de los salarios, la profundización del proceso de reforma agraria, la política de reactivación y redistribución del ingreso, la estatización de la banca y la nacionalización del cobre, entre muchas otras medidas, avivaron en sectores de la población expectativas desmedidas que dieron frutos en las elecciones municipales celebradas en el mes de abril, al obtener el gobierno un importante respaldo.

En este ambiente, la ciudadanía fue asumiendo posiciones que aumentaban los niveles de ideologización y polarización, de éxito y de fracaso, de alegría y de temor, proceso del cual la propia Iglesia católica no estuvo libre.

Ya en 1970, sacerdotes y laicos cristianos reunidos en la denominada “Iglesia Joven”, habían comenzado acusar a la jerarquía eclesiástica de representar una doctrina social insuficiente y retrógrada, inútil ante las transformaciones por el país requeridas.

Inspirados inicialmente en el evangelio, esta “Iglesia clandestina”, como también comenzó a conocerse, fue manifestando cada vez más una tendencia al temporalismo, tomando posiciones político-partidistas, responsabilizando del “pecado social” a un segmento específico de la población y asumiendo posiciones favorables a la lucha de clases. Su compromiso político se manifestó cuando algunos de los sacerdotes que participaban en ella visitaron a Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970, desoyendo la instrucción del Episcopado de esperar hasta que el proceso hubiese finalizado completamente.

Dentro de la propia Iglesia católica, el movimiento fue cobrando cada vez más forma e influencia. No eran pocos los sacerdotes que comenzaron a defender la “violencia revolucionaria” para cambiar las estructuras imperantes, no limitándose solo a enfrentarlas desde la caridad.

Así, al igual que gran parte de los chilenos, la Iglesia católica estaba dividida. Para unos, en dos grupos, para otros, en tres, e incluso había quienes hablaban de cinco grupos al interior de ella: extrema derecha, extrema izquierda, izquierda, derecha y centro.

La discusión creciente y radicalizada respecto al concepto y práctica del socialismo en el mundo cristiano, tema debatido en esos años de manera frecuente entre sacerdotes y religiosas, fue haciendo evidente las disímiles posiciones dentro de la Iglesia católica chilena.

Reunidos en lo que se conoció como “Grupo de los 80” -por el número de sacerdotes que lo integraban- a mediados de abril de 1971, en momentos en que se desarrollaba en Temuco la asamblea plenaria del Episcopado, hicieron una conferencia de prensa en la que dieron a conocer un documento titulado “La participación de los cristianos en la construcción del socialismo en Chile”, donde hacían suyos los planteamientos del movimiento mundial denominado Cristianos por el Socialismo -inspirado en la Teología de la liberación, corriente caracterizada por reinterpretar el cristianismo a la luz del marxismo- llegando incluso a instrumentalizar opiniones del cardenal respecto al socialismo y su compromiso ideológico, confundiendo el ejercicio de su ministerio con posiciones de extrema izquierda.

“La participación de los cristianos en la construcción del socialismo en Chile”, abril de 1971 (páginas 44 y 45)

Urgida por este inesperado planteamiento público, la asamblea plenaria emitió una declaración rápida y sintética, reiterando la necesidad de que los cristianos asumieran como criterio primordial de orientación y acción, las propuestas hechas por el Episcopado Latinoamericano en Medellín, en el sentido de “comprometerse en profundas y urgentes renovaciones sociales”.

Insistiendo en que “la Iglesia, por razón de su misión y competencia, no estaba ligada a sistema político alguno”, el documento se refería al actual gobierno, reafirmaba el respeto a su autoridad y el deseo de colaboración “en su tarea de servicio al pueblo”, valorizando la actitud “deferente y cordial” del presidente Allende, así como sus “reiteradas declaraciones… en orden a cautelar y respetar las libertades ciudadanas”

Y en respuesta al documento del “Grupo de los 80”, la declaración señaló que “el sacerdote puede, como todo ciudadano, tener una opción política”, pero sin que ello signifique politizar su tarea de pastor, en directa alusión al compromiso que el “Grupo de los 80” habían asumido respecto al marxismo y a los partidos políticos afines a esa ideología.

“El evangelio exige comprometerse en profundas y urgentes renovaciones sociales”. Declaración del Secretariado General de la Conferencia Episcopal Chilena, 22 de abril de 1971

Silva Henríquez sintió gran molestia por la forma en que había procedido el “Grupo de los 80”. Partidario de las transformaciones propiciadas por Juan XXIII, Pablo VI y los acuerdos de Medellín, y defensor de la participación y compromiso de la Iglesia católica en el proceso de cambios, compartía con los sacerdotes que formaban parte del grupo la lucha por la justicia social, pero no estaba disponible para que esta noble causa fuera politizada y, aún más, tal como los 80 lo habían planteado en su documento, llevada por un camino que conduciría directamente al marxismo, doctrina contraria a la católica. No obstante, en su deseo de propiciar el diálogo y la sana convivencia, optó por estar en permanente contacto y conversaciones con sus integrantes, expresándoles su parecer e invitándolos a mantenerse dentro de los márgenes establecidos en Medellín.

A fines de mayo, los obispos de Chile publicaron un documento de trabajo titulado “Evangelio, política y socialismos”, cuyo objetivo era servir como “orientación doctrinal destinada a iluminar y estimular las reflexiones y el compromiso” de los cristianos.   

En sus cerca de 100 páginas, el documento invitaba a discernir las opciones y compromisos requeridos para asumir las transformaciones sociales, políticas y económicas que surgían ante los nuevos desafíos, reiterando la opción preferente que los cristianos deben tener por los pobres, lo que, en palabras del cardenal, “no debía entenderse a la manera clasista, excluyendo a otros, sino como la búsqueda de la participación y la justicia más allá de los sistemas políticos”. (Memorias del cardenal Raúl Silva Henríquez, p. 435)

Advirtiendo que en Chile se estaba construyendo “un socialismo de inspiración marcadamente marxista… y es la ideología marxista la que anima a los grupos más representativos que se encuentran dirigiendo el actual proceso de construcción del socialismo”, el documento precisaba “los excesos antihumanos a que tienden a conducir -por su dinámica interior- la doctrina y el método marxista”, insistiendo en su “mentalidad economicista… falsamente humanista”, misma que anima al capitalismo.

El documento finalizaba reiterando la “independencia política de la Iglesia”, y afirmando que esta “siempre ha sido respetuosa y ha estado dispuesta a colaborar con el gobierno legítimamente constituido a quien la providencia de Dios, actuante en la Historia, ha entregado por un período determinado la responsabilidad de dirigir la marcha del país… La Iglesia, al no comprometerse oficialmente con ningún partido político, considera como su aporte propio a la construcción del país el servicio de estimular y apoyar con su evangelio todo cuanto en la vida nacional vaya en la línea de una verdadera liberación humana, y de oponerse, por otro lado, a lo que, a la luz de ese mismo evangelio, se revele como fuerza de esclavitud. Este apoyo y esta denuncia los prestará la Iglesia, normalmente, a través de cada cristiano, desde dentro de las distintas opciones e instituciones sociales y políticas, lo que no significa renunciar al derecho de hablar también oficialmente cuando la gravedad de algún hecho -que ponga en peligro el bien común y los valores humanos esenciales al evangelio- así lo exija. La Iglesia prestará, mediante su fidelidad al evangelio, el servicio de la unidad, el del diálogo, el de la apertura sincera a todos, y por eso ella lo ofrece, en primer lugar, al gobierno, quien por razón de su cargo, está también llamado a ser eje de la unidad del país y servidor del progreso de todos”.

“Evangelio, política y socialismos”, 27 de mayo de 1971

A pesar de las continuas advertencias del Episcopado, desde mediados de 1971 el “Grupo de los 80” -ya constituido como Secretariado sacerdotal bajo el nombre de Cristianos por el Socialismo- comenzó a tener una participación cada vez más activa en la política contingente, haciendo declaraciones públicas, editando documentos, organizando jornadas de estudio y encuentros, vinculándose a grupos semejantes en otros países y evidenciando su compromiso con el gobierno de la Unidad Popular. Incluso, en el marco de los preparativos del Sínodo de los Obispos, algunos de miembros del grupo organizaron en julio de 1971 una reunión que dio origen al “Grupo de los 200”, cuyo principal objetivo, al menos al comienzo, fue hacer presión interna en la Iglesia para conseguir ciertas reformas.

En medio de una Iglesia que aparecía fragmentada y de un país cada vez más polarizado, el cardenal, como máxima autoridad de Iglesia católica chilena, mantuvo las puertas abiertas con el “Grupo de los 80”, en señal de que el diálogo era siempre la mejor forma de construir acuerdos. Y, cuidando siempre de no introducirse en la lucha política en lo que podría definirse como una postura participativa pero neutral, se preocupó de mantener buenas relaciones con el gobierno, aun cuando estaba consciente de que el trato preferencial que este le daba no era otra cosa que una “medida táctica” de una buena parte de la UP.

Ni los mensajes de la Iglesia, ni la actitud de quienes intentaban recuperar la normalidad social e institucional, lograron frenar “la conciencia de clase”, “la lógica de la revolución” o la acción desquiciada de ciertos grupos, cuya mayor expresión por ese entonces fue el asesinato, el 8 de junio de 1971, del exvicepresidente de la República y exministro Edmundo Pérez Z., a manos de un comando de extrema izquierda.

Un conmovido cardenal presidió su misa fúnebre, manifestando en su homilía su pesimismo y preocupación: “Tememos – ¡y ojalá nos equivoquemos! –  que por el camino del odio y de los asesinatos, en lugar de construir una patria justa y más acogedora para todos, nos encaminemos a la destrucción de los valores más nobles en Chile, y al fracaso de la más anhelada y esperanzada expectativa de nuestro pueblo: la justicia social”.

Al finalizar, reiterando su convicción de que el diálogo era el camino para los cambios, no así la violencia, con angustia interpeló a los chilenos: “¿No es hora de despertar y vigilar, de abrir los ojos y cuidar la patria como se cuida el propio hogar?”

“Hay que matar el odio”. Homilía del cardenal Raúl Silva Henríquez en misa fúnebre de Edmundo Pérez Z., 10 de junio de 1971

La crisis que se vivía en el país también afectaba el ámbito educacional, no solo por la semiparalización en que estaban las universidades católicas a consecuencia de un complejo proceso de reforma, sino también por los continuos cuestionamientos de que eran objeto los colegios católicos, tildados de clasistas.

A mediados de año los Padres Jesuitas y de la Congregación de los Sagrados Corazones solicitaron a la Conferencia Episcopal apoyar su proyecto de entregar al Estado, de manera temporal y por convenio, algunos de los establecimientos educacionales que dirigían.

Al hacerse público el proyecto, apoderados y alumnos de colegios particulares expresaron su total rechazo, argumentando que se estaba poniendo en riesgo el derecho de la familia a contar con una educación pluralista, no adoctrinante. Muchos de ellos creyeron que la propuesta había sido del cardenal Silva Henríquez, pero lo cierto es que él, en consonancia con la Conferencia Episcopal, la reprobó de manera tajante.

Declaración del Comité Permanente del Episcopado sobre la entrega de colegios católicos al Estado, 24 de agosto de 1971

El 25 de octubre el Comité Permanente del Episcopado, encabezado por el cardenal Silva Henríquez, envió una carta al Comité de Coordinación de la Educación Particular, en la que hacía un llamado a los colegios, profesores, alumnos y padres de familia católicos a actuar de acuerdo las orientaciones de Medellín: la promoción de una educación liberadora, creadora, personalizadora y activa, comunitaria, integrada en la comunidad local, nacional y latinoamericana, abierta al diálogo y a la colaboración.

La carta afirmaba además el deseo del Comité de que “se mantenga en Chile la libertad de enseñanza y que se haga más efectiva”. Y anunciaba las intenciones de la Iglesia católica de convertir en gratuitos todos sus colegios pagados, para lo cual había solicitado al gobierno una “reconsideración del sistema de financiamiento de la educación particular, que haga efectiva la libertad de enseñanza, permita la gratuidad de todos los colegios y asegure al profesorado particular remuneraciones iguales a las del profesorado fiscal”.

“Presencia cristiana en la educación nacional”. Carta del Comité Permanente del Episcopado al Comité de Coordinación de la Educación Particular, 25 de octubre de 1971.

En noviembre, los ánimos se crisparon más aún con motivo de la visita a Chile de Fidel Castro. Recibido con honores semejantes a los de un jefe de Estado, el líder de la Revolución Cubana solicitó un encuentro con el cardenal Silva Henríquez quien, tras recibir la conformidad del Papa Paulo VI, accedió, convencido de que la Iglesia debía estar siempre dispuesta al diálogo.

La derecha política y los sectores católicos conservadores atacaron duramente al cardenal por haberse reunido con Castro. Refiriéndose a esta actitud, el prelado recuerda que el trato que le daba Allende “era diametralmente distinto del que nos brindaban los políticos católicos… los dirigentes marxistas mostraban una conciencia más refinada”. Agregando que “tuvieron que pasar años para que algunos católicos comprendieran el sentido que para nosotros tuvo el encuentro con Fidel” a quien, al momento de despedirse, le entregó diez mil biblias para el pueblo cubano. (Memorias, p. 443)

Al finalizar el año, los obispos se preguntaban: “¿Podemos los chilenos cantar Noche de Paz? ¿No parece que fuéramos como dos pueblos? ¿No se insinúa la imagen de una patria dividida en bandos cada día más inconciliables? ¿No crecen, también diariamente -en medio de una espiral de odio y de violencia- la enemistad y el muro que nos separa? ¿No tendemos a mirarnos cada vez más como forasteros y extraños, y aún enemigos?”

 Y, citando las palabras del Papa Paulo VI en su encíclica Populorum Progressio, llamaron a “trabajar por la justicia para construir la paz”.

“Si quieres paz, trabaja por la justicia”. Mensaje de Navidad del Comité Permanente del Episcopado de Chile, diciembre de 1971