«LA PAZ DE CHILE TIENE UN PRECIO»

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La voz del cardenal Raúl Silva Henríquez durante el gobierno de la
Unidad Popular

Antecedentes

En octubre de 1959 la Santa Sede designó al sacerdote salesiano Raúl Silva Henríquez obispo de Valparaíso, y poco tiempo después, en abril de 1961, arzobispo de Santiago, máxima autoridad de la Iglesia católica chilena. Un año más tarde sería proclamado cardenal.

Para muchos chilenos el nombramiento de este sacerdote, abogado, profesor, doctor en teología y derecho canónico, fue una sorpresa. Los sectores más progresistas de la Iglesia católica, apoyados por el recién fundado Partido Demócrata Cristiano, habían puesto sus ojos en el obispo de Talca, monseñor Manuel Larraín, mientras que el sector conservador, y el propio gobierno encabezado por Jorge Alessandri, se inclinaban por monseñor Alfredo Silva Santiago, por ese entonces rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Pero la Santa Sede optó por despolitizar la designación, nombrando un prelado que no tuviera vinculación política alguna.

Silva Henríquez tuvo una participación destacada en el Concilio Vaticano II (octubre de 1962 a diciembre de 1965), cuyo mayor objetivo fue poner al día a la Iglesia católica -en lo que se conoció como un aggiornamento– lo que no solo implicaba tomar conciencia de los “signos de los tiempos”, sino también, definir las nuevas orientaciones que la guiarían para comprometerse y enfrentar la situación que se vivía en el mundo.

Tras un extenso y complejo debate, el 7 de diciembre de 1965, un día antes de terminar el Concilio, fue promulgada la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (Alegría y esperanza), dirigida “no sólo a los hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual, los convoca a manifestarse, a aportar a la vida y al momento político que encaraba la comunidad con autonomía y libertad, conforme al llamado de Cristo”.

Considerada “la viga maestra” del aggiornamento, este documento presentó a la Iglesia como una Iglesia de todos y, en particular como la Iglesia de los pobres, marcando el inicio de un nuevo diálogo con el mundo.

Siguiendo la orientación de Gaudium et Spes, el 26 de marzo de 1967, papa Pablo VI publicó la encíclica Populorum progressio (El desarrollo de los pueblos), dedicada a la cooperación entre los pueblos y al problema de los países en vías de desarrollo. En ella se criticaba tanto al capitalismo como al colectivismo marxista, afirmando el derecho de todos los pueblos al bienestar y la urgente necesidad de “combatir” las injusticias; “muchos hombres sufren, y aumenta la distancia que separa el progreso de los unos del estancamiento, cuando no del retroceso, de los otros”.

La Iglesia de América Latina tuvo especial sintonía con el Concilio Vaticano II, y los postulados de Gaudium et Spes y Populorum progressio, adquiriendo un rol de vanguardia en la lucha contra las injustas, anticuadas y minoritarias estructuras políticas, sociales y económicas.

Tempranamente, y con el afán de servir como ejemplo, a partir de 1962 la Iglesia católica chilena comenzó a dar importantes señales de este compromiso con los “nuevos tiempos”. Algunos ejemplos fueron la entrega de parte de sus tierras a los inquilinos (lo que contó con el beneplácito de la Santa Sede) y la publicación de una carta pastoral colectiva, redactada por el propio cardenal Silva Henríquez, titulada “El deber social y político de los católicos en la hora presente” (septiembre de 1962), donde analiza los errores y peligros del comunismo, y los abusos del liberalismo capitalista, y llama a “cambiar con la mayor rapidez posible la realidad nacional, para que Chile sea patria de todos los chilenos por igual”.

El deber social y político de los católicos en la hora presente”, 18 de septiembre de 1962

A poco de ocurrir estos hechos, tuvo lugar la segunda reunión general del Episcopado Latinoamericano (Medellín, 26 de agosto – 6 de septiembre de 1968). El encuentro no se limitó a ajustar a la realidad latinoamericana las propuestas del Concilio Vaticano II, sino que fue bastante más allá, intentado enriquecerlas a partir de su propio contexto. En una mirada multidimensional, puso énfasis en la idea de salvación como liberación de la historia, denunció la situación de explotación que enfrentaban los desposeídos y marginados y manifestó su compromiso con la dimensión política de la fe.