«LA PAZ DE CHILE TIENE UN PRECIO»
La voz del cardenal Raúl Silva Henríquez durante el gobierno de la
Unidad Popular
.1973
Los primeros meses de 1973 estuvieron marcados por las elecciones parlamentarias a realizarse a comienzos de marzo, que habían adquirido un carácter plebiscitario. La agudización de la violencia verbal, la agresión física, real y concreta, expresada en manifestaciones, intentos de toma y ocupaciones de industrias, se tomaron la escena nacional.
Comenzaron entonces a alzarse voces que advertían que el nivel de confrontación podría llevar a una guerra civil o a la intervención de las Fuerzas Armadas. La situación era manifiestamente peligrosa, alcanzando un nivel de agresividad poco conocido en Chile. Los hechos daban crédito a quienes señalaban en ese momento que la violencia era casi inmanejable.
A mediados de febrero el Comité Permanente del Episcopado emitió una declaración advirtiendo sobre este “clima violento y duro”, donde el “apasionamiento amenaza con hacer perder a muchos cristianos la objetividad y serenidad de espíritu necesarias para valorar, a la luz de la fe, el sentido verdadero y profundo de lo que en Chile se está debatiendo hoy”. Y llamó a los chilenos a seguir los caminos de Cristo y utilizar sus medios de lucha: la vida, el amor, la verdad, el perdón, la reconciliación y la paz”.
Por esos días, el cardenal dio una entrevista a la revista Ercilla. Consultado sobre la opinión que algunos sectores de ambos lados del panorama político tenían en cuanto a que la Iglesia estaba siendo demasiada “vaga” en sus declaraciones frente al momento actual, en lo que parecía un intento de llevarlo a asumir una posición política, el cardenal respondió: “Algunos piensan que la Iglesia, para ser concreta, debería pronunciarse francamente o por el gobierno o por la oposición: convertirse en una facción más, sólo que avalada por un poder o autoridad sobrenatural. Pero entonces dejaría de ser la Iglesia, dejaría de ser Cristo; mesa común, lugar de encuentro, casa abierta, pan compartido, luz, camino, trascendencia”.
“El Evangelio no se encasilla”. Entrevista de revista Ercilla, 21 de febrero de 1973.
El virtual empate producido en las parlamentarias del mes de marzo lejos de definir el cuadro político favoreció el clima de violencia y polarización descrito. Para entonces, un nuevo conflicto comenzaba a desencadenarse.
A mediados de febrero, la Superintendencia de Educación había dado a conocer el “Informe sobre Escuela Nacional Unificada. Un sistema nacional para la educación en una sociedad de transición al socialismo”, que propiciaba “una educación de masas, por las masas y para las masas, en una sociedad como la socialista, en que la comunidad va progresivamente organizándose para asumir colectivamente la responsabilidad de educar a sus miembros”.
En el contexto descrito, el “Informe sobre la ENU” crispó más los ánimos, generando una polémica de la que se harían parte los partidos políticos, las agrupaciones estudiantiles y organizaciones de la sociedad civil.
A fines de marzo, el cardenal Silva Henríquez y el obispo Carlos Oviedo se reunieron con el presidente Allende para manifestarle que el proyecto ENU no daba garantías de promover una educación pluralista. Le solicitaron que postergara su aplicación e impulsara un amplio debate “nacional, serio y constructivo, verdaderamente democrático y pluralista.” Allende se comprometió cumplir ambas peticiones” recuerda el cardenal. (Memorias, p. 465)
Tras la reunión, el Comité Permanente del Episcopado emitió una declaración sobre el Informe ENU elaborado por el gobierno. En su primer punto, valorizó la incorporación de todos los chilenos, y en todas las edades de la vida, a un proceso educacional que no discrimina, así como la integración de estudio y trabajo y el respeto al “insustituible valor educativo del propio hogar”.
En los puntos siguientes, la declaración fue categórica en reprobar el proyecto de la ENU, que no “destaca en parte alguna los valores humanos y cristianos que forman parte del patrimonio espiritual de Chile, en cambio, da por establecido que el país acepta, en forma mayoritaria, un planteamiento que se declara socialista, humanista, pluralista y revolucionario”.
El 11 de abril, reunidos en Punta de Tralca, los obispos chilenos emitieron una declaración breve y precisa reiterando lo dicho dos semanas antes por el Comité Permanente del Episcopado, insistiendo en el rechazo de la Iglesia católica “al fondo del proyecto” y anunciaron que emitirían un documento de trabajo para entregar a los fieles elementos doctrinales sobre el problema de la educación, con el fin de estimular y orientar su participación en el debate nacional en torno a la Escuela Nacional Unificada.
Conforme a lo anunciado, el 1 de junio la Comisión Pastoral de Educación de la Conferencia Episcopal de Chile, dio a conocer el documento de trabajo “El momento actual de la educación en Chile”, que en su introducción señaló que “la reforma educacional que nos preocupa rebasa con mucho el marco y los límites de lo estrictamente escolar y proyecta una revisión total del quehacer educacional, en todos los niveles y ambientes, de lo cual surge un cuestionamiento de la razón misma de ser de nuestra sociedad, como estilo de vida, organización, jerarquía de valores y transmisión de ellos… Una problemática de esta naturaleza es grave. Es necesario, entonces, superando ambigüedades y contradicciones, dedicarse responsablemente a aclarar estos alcances educacionales, sus implicancias sociales y morales y, por lo mismo, llamar a una amplia participación para definir con claridad qué es lo que queremos y debemos hacer en esta materia”.
Calificado por el cardenal como el “peor problema que la UP enfrentara con la Iglesia” (Memorias, p. 464), el proyecto ENU, así como la actitud del ministro de Educación y el “dejar hacer” por parte del presidente Allende, dieron pie a que esta, en un acto sin precedentes, hiciese una reprobación pública de la gestión del gobierno de la Unidad Popular y convocase a un debate nacional en torno al tema educativo.
Aun cuando el cardenal dejó expresa constancia de que “nuestra intervención en este debate se funda exclusivamente en deberes inherentes a nuestro carácter de obispos y apóstoles de Jesucristo y trasciende toda posición política partidista”, su actitud, reflejada en actos y mensajes eclesiásticos, fue más directa, no dando espacio para dobles interpretaciones, y con un tono de preocupación y urgencia, consciente de que el tiempo para evitar una tragedia parecía acabarse.
Así, por ejemplo, ese 1 de Mayo de 1973 el cardenal declinó asistir al acto de la Central Única de Trabajadores. No estuvo dispuesto a que su presencia o sus palabras – como tantas veces había sucedido – fuesen utilizadas por los sectores en pugna con fines político partidista. Por lo demás, era claro que su presencia contribuiría a radicalizar “la división que se ha creado en el corazón del mundo obrero, llena de injurias y de odios, donde son lanzados obreros contra obreros. Esto no lo puedo aceptar. Como obispo y como pastor, debo ser más que nadie el centro de la unidad de mi pueblo
A partir de este momento, la relación entre la Iglesia católica, liderada por el Cardenal Silva Henríquez, y el Presidente Salvador Allende, fue adquiriendo un cariz diferente.
Se trataba de dos personajes con pensamiento, temperamento y forma de ser del todo distintas, pero que se respetaban, poniendo por delante de sus diferencias el reconocimiento a la dignidad del cargo que desempeñaban, la función que les correspondía ejercer y la trascendencia de su actuar. Allende había prometido “no tocar a la Iglesia ni con el pétalo de una rosa”. Y así había sido.
A fines de mayo, el presidente de la República acudió a la más alta autoridad de la Iglesia católica en busca de colaboración para encarar la grave crisis que se vivía en todos los ámbitos; los índices económicos mostraban que la inflación de los últimos doce meses llegaba al 200%; los hogares chilenos sufrían día a día una creciente escasez de alimentos y bienes esenciales; el poder popular había alcanzado una vida orgánica y regular, integrado por una masa con conciencia revolucionaria que alimentaba una violencia que se hacía insoportable; y los hallazgos de armamentos daban la razón a quienes sostenían que el país se preparaba para una guerra civil. A esto se sumaba la huelga del cobre y los continuos conflictos entre el poder Ejecutivo y los poderes Judicial y Legislativo. El país estaba al borde de un punto de no retorno.
Entre las opciones que Allende barajaba para evitar llegar a este punto, estaba alcanzar un acuerdo con la Democracia Cristiana, principal partido político de aquel entonces. Las gestiones para ello debían hacerse de un modo distinto al empleado hasta ese momento; ya no servían las conversaciones y contactos informales con algunos democratacristianos considerados más afines a la Unidad Popular. Ese camino no solo era insuficiente, sino que muy largo para la urgencia en que se hallaba Chile. Allende lo sabía y por ello estimó que el cardenal Silva Henríquez era la persona indicada para lograr un acercamiento con el PDC, sin que ello pareciese una capitulación, sino un diálogo para suscribir consensos mínimos que permitiesen destrabar el camino para solucionar los conflictos que estaban pendientes.
La jerarquía, liderazgo y prestigio nacional e internacional del cardenal eran garantía para una gestión política de tan alto nivel. Se trataba además de un hombre respetado por la Unidad Popular y por la Democracia Cristiana, con influencia y jerarquía para establecer un puente con esta última.
Durante el mes de mayo, el cardenal se reunió dos veces en privado con Allende. En ambas, quedó con la impresión de que él sabía que la situación se encaminaba hacia el desastre. (Memorias, p. 470) La petición del mandatario fue clara: conversar en privado con el expresidente Eduardo Frei, principal líder del PDC.
El cardenal estaba consciente que hacer esa gestión implicaba un alto costo, no solo personal sino también para la Iglesia. Pero, como pastor, y más todavía, como un hombre que siempre había propiciado el diálogo, tenía clara la necesidad impostergable de posibilitar una instancia de encuentro y que, para lograr su concreción y presagiar un resultado positivo, debía ser impulsado o sugerido por un “testigo moral” -como se autodenominó- respetado por los diferentes bandos y “garante” para la mayoría ciudadana. (Memorias, p. 473)
Silva Henríquez habló con el expresidente Frei, pero este manifestó su reticencia a reunirse privadamente con Allende. Durante todo el gobierno de la Unidad Popular había sido el blanco preferido de ataques groseros de la prensa oficialista, y mientras ello fuera así, consideraba que “por dignidad” era inútil conversar con él. (Memorias, p.474)
Fallido el intento de acercamiento, el 1 de junio, pocos días antes de la fiesta de Pentecostés, los obispos de la provincia eclesiástica de Santiago dieron a conocer una nueva carta pastoral a los católicos para reflexionar sobre la situación que se vivía en Chile, un país que parece “azotado por la guerra”.
Titulada “Solo con amor se es capaz de construir un país”, el documento manifestaba la preocupación de la Iglesia católica por las “largas colas”, el “mercado negro”, el “éxodo de profesionales”, la “incitación al odio de los medios de comunicación”, la “inflación que nos invade”, el “problema de los mineros del cobre”, entre otros y llamaba a encontrar “caminos verdaderos y realistas para evitar la sangría”; y pedía que se repitiera el milagro de Pentecostés, cuando “los hombres que hablaban idiomas diferentes lograron entenderse y superar las distancias”.
La carta contó con el pleno consenso de sus firmantes, lo que no dejaba de ser un hecho revelador, considerando que no todos tenían una misma opinión frente a la UP. En palabras del cardenal, fue “nuestra primera invitación pública al diálogo”. (Memorias, p. 475)
Este llamado, directo y concreto, tuvo un efecto contrario al ser instrumentalizado tanto por la derecha, que lo consideró una denuncia contra los abusos y atropellos del gobierno, como por la izquierda, que señaló que los obispos habían desenmascarado a la derecha.
El 29 de junio un grupo de tanques encabezados por el teniente coronel Roberto Souper, del regimiento Blindado N°2, intentó apoderarse del Palacio de La Moneda y del Ministerio de Defensa. El hecho fue seguido por una ola de violencia y recriminaciones entre los ciudadanos, que dejaron un saldo de 22 muertos y más de 50 heridos.
Aunque el intento sedicioso fue rápidamente sofocado, demostró que el país efectivamente se hallaba al borde del abismo, dividido en bandos irreconciliables, donde la moral cívica había sido degradada a extremos inconcebibles y la racionalidad democrática casi no contaba ante la fuerza bruta.
La necesidad impostergable de lograr un rápido entendimiento impulsó al cardenal a insistir en el llamado que los obispos de Santiago habían hecho a comienzos de junio. El 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, patrona de los chilenos, el Episcopado, a través de su exhortación “La paz de Chile tiene un precio” expresa la necesidad impostergable de alcanzar acuerdos.
Utilizando un lenguaje simple y concreto, y precisando que sus autores no representaban “ninguna posición política, ningún interés de grupo”, la exhortación apelaba directamente a los “dirigentes políticos y altos responsables de la patria”. Era, según su texto, un “llamado extremo para evitar una lucha armada entre los chilenos” y una imploración para que, no importando el precio, dieran “los pasos necesarios para crear las condiciones de un diálogo que haga posible un entendimiento”.
Esta vez, el llamado fue escuchado por sectores políticos y, en esos difíciles días de mediados de 1973, la Iglesia católica se erigió en virtual mediadora de la política chilena.
El 17 de julio un grupo de democratacristianos, entre los que estaba el presidente del partido, Patricio Aylwin, fueron invitados por el cardenal Silva Henríquez a conversar. En la oportunidad, el prelado les consultó si en el caso que el presidente Allende los llamara a un diálogo, asistirían, y qué exigirían. La respuesta fue un sí, siempre que fuese un diálogo abierto, convocado de manera pública, y que lo que exigirían sería, como mínimo, el cumplimiento integral de la ley de armas, el fin de las tomas, la promulgación de la Reforma Constitucional y la formación de un Ministerio que tuviera como principal objetivo restablecer de manera inmediata la normalidad democrática quebrantada.
Al día siguiente, el PDC declaró públicamente que aceptaba ir a un diálogo “racional y democrático, con los caracteres de seriedad, respeto mutuo, igualdad y ausencia de ilícitas presiones para que sea fructífero”. (El Mercurio, 19 de julio de 1973)
Por su parte, la derecha no tuvo una única respuesta. El líder del Partido Nacional, Sergio Onofre Jarpa, afirmó que suscribía todo llamado a la paz y estabilidad del país. (La Nación, 17 de julio de 1973), pero algunos nacionales y líderes de los gremios patronales advirtieron que ir al diálogo era hacerse cómplice de los atropellos y abusos cometidos por un gobierno ilegítimo. (El Mercurio, 27 de julio de 1973)
En la Unidad Popular hubo diversas reacciones. La Izquierda Cristiana, el Partido Radical y el Mapu Obrero Campesino se manifestaron a favor del diálogo, pero el PS, el Mapu Garretón y el MIR afirmaron rechazaron conversar con la directiva del PDC. El Partido Comunista respaldó de inmediato la iniciativa. El 17 de julio su secretario general, Luis Corvalán, escribió una carta al prelado señalando que, aun cuando desde el punto de vista filosófico no tenían las mismas ideas, coincidía en que era necesario “buscar un consenso mayoritario para garantiza un desenvolvimiento conforme a los precedentes que han prevalecido en la historia del país”, agregando que el PC continuaría “haciendo todo lo que lo estuviese a su alcance para evitar una guerra civil”. (El Siglo, 18 de julio de 1973)
El 20 de julio, el cardenal respondió a Corvalán mediante una carta en la que hacía ver su fe “en la rectitud, en el buen sentido y en el patriotismo de los dirigentes políticos chilenos y estoy seguro de que no solamente manifestarán su conformidad verbal con nuestra esperanza de reconciliación nacional, sino que darán los pasos necesarios para restablecer el diálogo perdido, el ‘desarme de los espíritus y de las manos’, y lograr, tanto desde el Gobierno como desde la oposición, el consenso necesario para que el anhelo de justicia y de paz de nuestro pueblo no sea frustrado por pequeños intereses de grupos o partidos, existentes en unos y en otros”.
Ese mismo día el cardenal informó a Aylwin que se había reunido con el presidente Allende a quien le había confirmado la disponibilidad del PDC a aceptar el diálogo y las exigencias que el partido haría. (Memorias, p. 479)
El 26 de julio Allende escribió una carta a Aylwin invitándolo a un diálogo “abierto y claro, de frente al pueblo y desde una posición de principios” que permita la búsqueda “de las convergencias y coincidencias que existen y que permitirán continuar realizando las transformaciones que el interés de Chile y su pueblo requieren”.
Carta de Salvador Allende, Presidente de la República, a Patricio Aylwin, Presidente Nacional del Partido Demócrata Cristiano, en la que lo invita al diálogo político entre el Gobierno y el Partido Demócrata Cristiano
La invitación era para el lunes 30 de julio, a las 11.30 horas, en el Palacio de La Moneda.
Esa tarde Aylwin convocó a dirigentes y simpatizantes del partido a una asamblea, oportunidad en la que informó que ese día había recibido la carta del presidente Allende invitándolo al diálogo. De inmediato surgieron manifestaciones de rechazo por parte de un grupo de asistentes, con gritos y pifias. Reaccionando de manera airada, Aylwin dijo con firmeza: “¡Sí, camaradas! ¡Perdónenme! ¡Mientras haya una posibilidad en veinte mil de salvar la democracia, nuestro deber es hacerlo! Lo haré públicamente, ante el pueblo de Chile, desde el seno de mi partido y pidiendo a Dios que me asista para responder a la confianza que todos mis camaradas me han depositado: acepto la invitación que el presidente de la República hace a la directiva nacional de mi partido para buscar el mínimo consenso. Lo hago en el claro entendido de que esta es la última oportunidad”. (La Prensa, 27 de julio de 1973) En ese momento, fue aplaudido por la Juventud Demócrata Cristiana, dando por hecho que los camaradas habían autorizado a Aylwin a asistir al diálogo con Allende
El sábado 28 de julio Aylwin escribió al cardenal Silva Henríquez expresándole que el PDC consideraba “un deber moral y patriótico” aceptar la invitación al diálogo, “sobrepasando para ello los legítimos sentimientos de duda y recelo que la polarización y la inseguridad provocaban en el espíritu de nuestros compatriotas.” Le advertía que lo hacían “con el más elevado espíritu y responsabilidad que las circunstancias requerían, no buscando ventajas partidistas de ninguna especie… en un último esfuerzo para que se restablezca la normalidad institucional, mediante un integral acatamiento del orden constitucional y de las normas básicas de convivencia democrática.”
Carta de Patricio Aylwin, Presidente Nacional del Partido Demócrata Cristiano, a Raúl Silva Henríquez, Cardenal Arzobispo de Santiago, informando que el Partido ha aceptado la invitación al diálogo político con el Presidente de la República, Salvador Allende
Al día siguiente, el cardenal respondió a Aylwin expresándole que comprendía “que para ustedes, llegar a dialogar representa no pequeñas dificultades y que han hecho grandes sacrificios para secundar la humilde sugerencia que los obispos hemos hecho, inspirados solamente en las exigencias del Evangelio… Renunciando cada uno a la pretensión de querer convertir la propia verdad social en solución única, en un diálogo que para ser fructífero requiere que se verifique en la verdad, que se diga toda la verdad, que haya sinceridad para proclamar las intenciones reales, que se desarmen los espíritus y las manos”.
Carta de Raúl Silva Henríquez, Cardenal Arzobispo de Santiago, a Patricio Aylwin, Presidente Nacional del Partido Demócrata Cristiano, en la que le agradece el aceptar asistir al diálogo con el Presidente Allende
El diálogo, sin embargo, no logró el objetivo esperado. Allende privilegió alcanzar un entendimiento en materia formales, sosteniendo que primero era necesario estar de acuerdo en cómo se iba a continuar y ordenar el proceso de cambios, constituir comisiones para discutirlo y luego estudiar la conveniencia de un ministerio adecuado para cumplir los acuerdos políticos a que se llegase.
La posición del PDC era que primero el Ejecutivo debía dar pruebas concretas de respetar el régimen constitucional, como terminar con las tomas de industrias y de fundos; desarmar a los grupos armados; cumplir la orden del Ministerio del Interior de reincorporar en sus labores a los 97 mineros de El Teniente que habían sido despedidos por su participación en la huelga, y formar un ministerio que otorgara garantías a fin de alcanzar una tregua que diera tiempo para encontrar soluciones.
El 4 de agosto, el presidente del PDC, Patricio Aylwin, declaró públicamente que las conversaciones con el presidente Allende estaban “terminadas” y que “hoy por hoy, el asunto está en sus manos”.
«Presidente Allende debe tomar una urgente decisión política»
Por esos mismos días, Aylwin visitó al cardenal Silva Henríquez a fin de informarle lo conversado en el encuentro con Allende. Le hizo ver la insatisfacción interna con que había quedado por no haber expresado con toda franqueza al presidente la integridad de su pensamiento respecto a su responsabilidad como gobernante en la preservación del sistema democrático chileno. Le dijo también que si el presidente, en una oportunidad posterior, le requería algún esclarecimiento o alguna intervención de su parte, aunque el PDC pensaba que era esencial el cumplimiento de las condiciones o bases fijadas públicamente y expuestas al mandatario, en lo personal estaría dispuesto a conversar nuevamente con Allende, en un diálogo franco.
Un nuevo paro del transporte y la renovación del conflicto de los mineros de El Teniente, a lo que se sumó una ola de huelgas y violencia, obligaron al presidente Allende a hacer un nuevo cambio de gabinete, integrando a los más altos representantes de las Instituciones Armadas y de Orden.
Denominado por Allende como el “Gabinete de Seguridad Nacional”, sus miembros asumieron el 9 de agosto con la misión fundamental de imponer el orden político y público, pero prontamente fue demostrando su incapacidad para controlar el caos reinante y asegurar el encauzamiento del gobierno por la vía democrática.
En el intertanto, Allende se había reunido nuevamente con el cardenal. El 14 de agosto, el prelado llamó a Aylwin para expresarle que el presidente le había pedido que posibilitara un encuentro privado para sostener una nueva conversación. Con este fin, lo invitaba el viernes 17 a una cena de carácter reservado en su casa. Cauto, precisó que él no quería “intervenir en absoluto en la política”; era una invitación cuyo fin era “ofrecer una mesa amigable”, alrededor de la cual ambos dirigentes pudiesen “intercambiar ideas y ojalá llegar a soluciones… Sería muy duro para ustedes, que la historia, en el día de mañana, les recriminara el no haber dado una oportunidad de diálogo, en un momento tan crítico de Chile. Yo no quisiera que a ustedes, como cristianos, se les imputase esta falta de comprensión y caridad”.
Minuta «Diálogo Cardenal – Allende. Historia de la entrevista entre el Presidente Salvador Allende, el Presidente del P.D.C. Patricio Aylwin y el Cardenal Arzobispo de Santiago, tenido lugar el día 17 de Agosto de 1973»
Aylwin se había comprometido con su partido a no retomar el diálogo con el gobierno. Sentía que cualquier conversación era un nuevo intento del gobierno para ganar tiempo. Dudó por ello en aceptar la invitación, pero finalmente accedió, compartiendo el sentimiento y la responsabilidad expresada por el cardenal de que este encuentro podía ser el último recurso para recomponer la confianza perdida, encontrar una salida política a la situación y restablecer la institucionalidad amenazada.
En su libro La experiencia política de la Unidad Popular 1970-1973, Aylwin relata detalladamente ese segundo diálogo con Allende la noche del 17 de agosto:
“Ese viernes llegué puntualmente a la cita. Allende lo hizo una hora y media más tarde. Venía distendido, lo que me pareció que no correspondía al momento. Apenas ingresó, nos dijo que el motivo de su atraso era que el general Ruiz había renunciado al ministerio y que pretendía conservar la comandancia en jefe de la FACH. La noticia no me sorprendió y le comenté que a mi juicio el general no tenía otro camino, considerando que había asumido en medio del paro y no había contado con los medios para llegar a una solución. De hecho, me sorprendía que no lo hubiese hecho antes.
Salvador Allende, tranquilo, me respondió: «No ve que usted no sabe», y dio detalles sobre cómo se había formado el gabinete y la negativa del general Ruiz a aceptar su propuesta original de que asumiera como ministro de Minería, una cartera que protocolarmente estaba bajo la de Tierras y Colonización, que había sido ofrecida al general director de Carabineros. «Yo le advertí de los problemas que se le presentarían —continuó el presidente—, en consecuencia, usted está equivocado y habla de lo que ignora».
Luego me expresó que no podía aceptar que en un gabinete integrado por los comandantes en jefe uno de ellos, por discrepancias políticas, pretendiera dejar el gabinete y continuar en el mando institucional. En ese momento, Allende se metió la mano al bolsillo, sacó un papel doblado y se jactó, diciendo: «Aquí tengo su renuncia a ambos cargos». Luego volvió a guardar el papel, golpeándose el bolsillo, como queriendo decir: «Quien manda soy yo; una vez más, he ganado la pelea».
Durante la comida, aparte del cardenal, el presidente y yo, estaba presente el secretario del prelado. Hablamos de varios temas. Allende se explayó respecto a las dificultades que había enfrentado para aplicar su programa de gobierno y sus acciones para superarlas.
Considerando el carácter bastante íntimo y el ambiente de cierta confianza que había, me pareció que debía sincerarme con el presidente. Recuerdo que le dije: Usted, presidente, puede pasar a la historia con dos imágenes: una, la del hombre que ofreció construir en Chile el socialismo en democracia y que, al cabo de tres años, no ha construido el socialismo, ha destruido la democracia, ha arruinado la economía y ha puesto en riesgo la seguridad del país; la otra, la de un hombre cuyo gobierno marque un hito en la historia de Chile, de tal manera que se diga: antes de Allende y después de Allende. Pero para que esto último ocurra, usted tiene que definirse, tiene que tomar una decisión política. Usted, presidente, ha hecho la parte sucia del gobierno: ha destruido las estructuras capitalistas, pero no ha construido las nuevas estructuras. Esto exige consolidar el proceso, institucionalizarlo, crear las instituciones o las formas jurídicas y sociales de organización de la nueva sociedad. Hay que poner orden al caos existente en el país; sobre todo, hay que poner en marcha la economía chilena, que está paralizada. En este país nadie trabaja y los partidarios del gobierno tiran cada uno para su lado y mantienen un clima de constante agitación.
Al finalizar, le señalé: ¡Usted tiene que escoger, presidente, usted tiene que elegir! El drama de un gobernante es que tiene elegir. No se puede estar bien al mismo tiempo con Dios y con el diablo. Hay que definirse. Usted no puede estar al mismo tiempo con Altamirano y con la Marina. No puede estar bien con el MIR y pretender estarlo con nosotros. Hasta ahora, usted parece conciliar lo inconciliable y, con su capacidad de persuasión, cree ir superando los obstáculos, pero eso es solo transitorio.
La reacción de Allende no fue la que hubiese esperado. Mis palabras habían sido en extremo duras y francas, pero él parecía no calibrar la profundidad de mi planteamiento y trató de demostrarme que estaba informado de los problemas que aquejaban al país y que no era yo, una persona extraña al gobierno, quien podía darle lecciones sobre el particular, puesto que él lo sabía mejor que nadie.
Comenzaba a angustiarme, pues intuía que la reunión podría terminar siendo otra maniobra dilatoria que debilitaría la posición de la Democracia Cristiana ante la opinión pública.
Decidí insistir al presidente en que sus buenos propósitos y palabras no se conciliaban con los hechos. Entonces Allende, en forma solemne, como para demostrarme que él cumplía sus promesas, se dirigió al cardenal en los siguientes términos: «Señor cardenal, señor senador, señor secretario: yo he prometido que no tocaría a la Iglesia ni con el pétalo de una rosa. Digan si no es verdad que yo he cumplido». El cardenal le agradeció por la actitud siempre respetuosa y comprensiva con la institución, pero le expresó que los mandos medios no siempre habían cumplido. Allende replicó de inmediato: «¿Y sus mandos medios? ¿Qué me dice, señor cardenal?», salida que provocó la hilaridad de los presentes.
Al terminar la cena pasamos al escritorio del cardenal. Su secretario nos dejó solos a los tres. Allende se sirvió un whisky y, en un gesto muy propio de él, comentó: «Esto es Chile. En qué parte del mundo podría darse que el presidente de la República, masón y marxista, se reúne a comer en la casa del cardenal con el jefe de la oposición. Esto no se da en ninguna parte». Los tres que allí estábamos convinimos en que ello era posible debido al espíritu de diálogo que siempre había primado en Chile.
Como Allende no entraba en materia y continuábamos en una charla ligera de sobremesa, volví a la carga. Le hice ver nuestra convicción de que el país marchaba directamente hacia la dictadura del proletariado por la acción de los grupos armados y del poder popular, que sobrepasaba al poder institucional, cosa que nosotros no podíamos aceptar. El presidente me miró fijamente y, golpeándose una pierna, me dijo: Mientras yo sea presidente de Chile, no habrá dictadura del proletariado.
Recuerdo que tuve en la punta de la lengua una réplica: «Mejore la garantía, presidente», pero me contuve, dándome cuenta de que una frase semejante, dicha al presidente de la República, era una impertinencia. Él, sin duda, lo advirtió, porque me dijo en tono quejoso: «Usted no me cree. Yo le creo a usted y usted no me cree a mí». Yo le repliqué: «¡Cómo le voy a creer, presidente, si ha dicho tantas veces una cosa y el gobierno ha hecho la contraria; si sus palabras han sido tantas veces desmentidas por los hechos de este gobierno!».
Tras reiterar su confianza en su capacidad para manejar la situación y controlar a los grupos extremistas, Allende contó anécdotas sobre algunos hechos ocurridos por esos días.
Al ver que nuevamente la conversación se alejaba de los temas necesarios de abordar, le planteé que no era posible que diéramos por finalizado el encuentro sin tocar los problemas que estaban latentes en ese instante. Le manifesté mi preocupación por el conflicto de los transportistas, que tendía a generalizarse, advirtiéndole que, si hasta ahora había gremios que no se habían adherido, ello se debía a que nosotros los estábamos atajando, pero que esto no era algo que podíamos seguir haciendo de manera indefinida. «Su gobierno tiene el deber de dar algunos pasos para aliviar la tensión y solucionar los problemas pendientes», le dije, señalándole que se debía terminar la acción de los grupos armados, promulgar la reforma constitucional, asegurar que el gobierno fuera a seguir el cauce democrático y que los poderes institucionales fueran los que gobernasen y no ser sobrepasados por poderes de hecho.
Luego le expresé que cuando nos reunimos la vez anterior y Carlos Briones me había ido a dejar a mi casa, yo le había dicho que si él y yo nos encerrábamos durante una tarde lograríamos la fórmula de acuerdo necesaria para hacer posible la promulgación de la reforma constitucional. El presidente me contestó que daría instrucciones a Briones de ponerse al habla conmigo para que buscáramos esa fórmula, porque su deseo era promulgar la reforma.
A continuación, le planteé el problema de los trabajadores del cobre, a lo cual me replicó que él no podía estar amparando a gente de Patria y Libertad. Le expresé que los trabajadores del cobre no eran de Patria y Libertad y tampoco fascistas, eran obreros, y que Carlos Briones, designado árbitro para resolver el tema de los despidos, había resuelto hacía varios días que debían ser reintegrados a sus labores, pero que hasta ahora ese fallo no se había cumplido. El presidente respondió que al día siguiente ordenaría el inmediato reintegro de todos quienes no fueran de Patria y Libertad.
Luego abordé el tema de la Papelera, haciéndole ver la necesidad de que se fijaran precios justos para sus productos y evitar así su quiebra. Le hice ver que yo no tenía vinculación alguna con esa empresa ni interés de tipo particular, sino que creía que, al defender su existencia, defendía la libertad de información escrita en el país. El presidente Allende quiso volver sobre la idea de una comisión nacional de distribución del papel, pero le expresé que en ese momento ella no satisfacía el requerimiento de la opinión pública, que veía que la única garantía en esa circunstancia de amenaza para la información escrita y de distribución del papel era la supervivencia de la Papelera. Entonces me señaló su disposición a solucionar de inmediato el problema, para lo cual designaría a una persona y yo debía nombrar a otra (propuse el nombre de Sergio Molina, que le pareció bien) para que hicieran un estudio técnico cuyo acuerdo sería la resolución del gobierno.
Finalmente le dije que era necesario resolver el conflicto del transporte. Él, ya de pie para retirarse, me señaló: Esto lo solucionamos los dos. Le manifesté que ello no era posible, ya que era un tema que él debía hacer y para ello tenía a su ministro, el general Ruiz, o a quien designase en su reemplazo. Le expresé que, por el lado de los transportistas, actuaba el presidente de la Confederación de Transportes, Juan Jara, un democratacristiano con el que estaba seguro que el ministro podría llegar a un acuerdo. Con un tono ligero me dijo que si ello no se concretaba, él y yo resolveríamos los puntos en desacuerdo. Fue la última vez que lo vi: la madrugada del 18 de agosto.
Al día siguiente fui temprano a la casa del cardenal para confrontar opiniones. Yo estaba francamente extrañado por el hecho de que, habiéndose efectuado la reunión por iniciativa del presidente, este no hubiera formulado ninguna proposición concreta, ningún planteamiento político, y manifiestamente hubiera rehuido entrar a un examen de fondo sobre la crítica situación en que estaba el país. El cardenal tenía análoga impresión, pero estimaba positivo que hubiéramos logrado bases de acuerdo para algunos problemas concretos y restaba importancia al carácter informal y liviano de la entrevista, expresándome que, a su juicio, nuestro diálogo había sido del género de las conversaciones sociales de sobremesa y que, en consecuencia, había que tomarlo en ese sentido. Lo que a mí me preocupaba sobremanera eran las reales intenciones del presidente; si sinceramente quería buscar un acuerdo o solo ganar tiempo y utilizar su reunión privada conmigo para aparentar ante el país y ante las Fuerzas Armadas que estaba en conversaciones con la Democracia Cristiana para llegar a un arreglo de la crisis. Si se trataba de esto último, la conversación habría sido perdida y su único resultado sería debilitar la posición del PDC en beneficio de la extrema derecha”.
Días después, Carlos Briones, instruido por el presidente Allende, se reunió con Aylwin para que juntos buscaran una fórmula a fin de promulgar la reforma constitucional de las áreas de la economía y solucionar los otros temas que le había planteado al presidente en la cena en casa del cardenal.
Iniciadas las conversaciones, Briones asumió como Ministro del Interior, momento en cual Aylwin le informó que ya no podrían seguir reuniéndose, porque el partido le había prohibido cualquier diálogo con el gobierno.
Los hechos se fueron precipitando. El lunes 10 de septiembre el cardenal respondió un cuestionario para la revista Chile Hoy. En él resumió la actitud de la Iglesia frente al gobierno durante estos tres años, como de “permanente súplica, de oración, de palabras y de amonestaciones, plagadas de hechos y testimonios, a través de los cuales hemos reiteradamente implorado, para que los cambios sociales, que desde hace más de tres años se han venido realizando en Chile, se verifiquen hoy a través de la solidaridad y no del conflicto, del consenso y no de la confrontación, por el camino de la paz y del respeto del derecho de todos, y no por la violencia y la destrucción”.
Consultado sobre las circunstancias actuales que está viviendo el país, señaló: “Yo creo que no podemos continuar con un ‘diálogo indefinido’. Ha llegado la hora de transformar el diálogo en hechos concretos”.
El tiempo se había acabado.
“Respuestas del señor cardenal a Chile Hoy. 10 de septiembre de 1973”
El 11 de septiembre el cardenal, como de costumbre, se levantó temprano, se dirigió a la capilla para la oración de la mañana. Al rato, recibió un llamado del obispo Juan Manuel Santos informándole sobre una “sublevación militar” y “que derrocaban al gobierno”. Cerca de las 15 horas, se enteró que el presidente Allende “había muerto en La Moneda, aparentemente suicidado”. (Memorias, p. 496) Al día siguiente, algunos obispos se reunieron en su casa y redactaron una declaración en que “se afinó cada línea, cada palabra, hasta que estuvimos conformes”. (Memorias, p. 498)
En ella, afirmaron:
1.- Consta al país que los Obispos hicimos cuanto estuvo de nuestra parte porque se mantuviera Chile dentro de la Constitución y de la Ley y se evitara cualquier desenlace violento como el que ha tenido nuestra crisis institucional. Desenlace que los miembros de la Junta de Gobierno han sido los primeros en lamentar.
2.- Nos duele inmensamente y nos oprime la sangre que ha enrojecido nuestras calles, nuestras poblaciones y nuestras fábricas -sangre de civiles y sangre de soldados- y las lágrimas de tantas mujeres y niños.
3.- Pedimos respeto por los caídos en la lucha y, en primer lugar, por el que fue hasta el martes 11 de septiembre, Presidente de la República.
4.- Pedimos moderación frente a los vencidos. Que no haya innecesarias represalias. Que se tome en cuenta el sincero idealismo que inspiró a muchos de los que hoy han sido derrotados. Que se acabe el odio, que vuelva la hora de la reconciliación.
5.- Confiamos que los adelantos logrados en Gobiernos anteriores por la clase obrera y campesina, no volverán atrás y, por el contrario, se mantendrán y se acrecentarán hasta llegar a la plena igualdad y participación de todos en la vida nacional.
6.- Confiando en el patriotismo y el desinterés que han expresado los que han asumido la difícil tarea de restaurar el orden institucional y la vida económica del país, tan gravemente alterados, pedimos a los chilenos que, dadas las actuales circunstancias, cooperen a llevar a cabo esta tarea, y sobre todo, con humildad y con fervor, pedimos a Dios que los ayude.
7.- La cordura y el patriotismo de los chilenos, unidos a la tradición de democracia y de humanismo de nuestras Fuerzas Armadas, permitirán que Chile pueda volver muy luego a la normalidad institucional, como lo han prometido los mismos integrantes de la Junta de Gobierno y reiniciar su camino de progreso en la Paz.
El Comité Permanente
†CARD. RAUL SILVA HENRIQUEZ Presidente; †JOSE MANUEL SANTOS ASCARZA, Obispo de Valdivia; †OROZIMBO FUENZALIDA, Obispo de Los Ángeles; †BERNARDINO PIÑERA CARVALLO, Obispo de Temuco; †SERGIO CONTRERAS NAVIA, Secretario ad hoc del C. P.
Santiago, 13 de septiembre de 1973